
NI ÁNGELES NI SANTOS, MARADONA

La tarde se nos fue entre rondas del Aperol Spritz más barato de todo el viaje: en tierras napolitanas este aperitivo con hielo del color del jarabe de Ibupirac cotiza a $3 euros. En el centro y norte del país llegó a valer el doble. Esa diferencia y los treinta grados a la sombra bastaron para enfrascarnos en la mesita sobre la Via Toledo durante horas, sin ningún apuro.
Fue la pared de ladrillo viejo de enfrente, igual de empapelada y oscura que las otras, la que nos recordó que llegábamos tarde. Ahí estaba, a la derecha de la niña con trenzas de mirada seria y amenazante y el Hulk furioso sin ojos. Encima de la cebra vendada con cinta adhesiva, devorándosela, pisoteándola como al resto de las calcomanías pobres e insignificantes a su alrededor. El “SANTO DIEGO”, como su titulo en rojo y mayúscula lo decía, posaba con su manto –también rojo– y sus brazos abiertos y extendidos hacia el cielo. La aureola negra sobre su cabeza era la confirmación de lo supuesto: no era un hombre de carne y hueso. En Nápoles, Diego Armando Maradona era una deidad.
Siguió apareciendo durante todo el trayecto al Quartieri Spagnoli (“Barrio Español”), su altar hecho barrio: en forma de publicidad, con el “Spritz Maradona”, de bufanda, de camisetas, de pelotas, de medias, todas con el albiceleste argentino o con los colores del calcio napolitano. La frase “El pibe de oro non si dimentica” (“El pibe de oro no se olvida”) impresa en una de ellas era una insignia clara: desde el 1987 a Italia y a Argentina las une otro hilo más.
Por eso la intención de un barrio que glorifique no solo a su figura sino también a nuestros colores, que tiñen sus calles desde el cartel de entrada. Eran tantas las frases y las fotos que se desplegaban en estos metros que no llegamos a verlas todas con la hora de luz que nos quedaba.
Llegamos a la cima de cemento con los últimos rayos. En esa calle sin salida se terminaba la peregrinación al templo Maradoniano, mucho más impresionante que todo lo que ya habíamos visto. Porque además de las paredes tapadas con su cara, sus frases, sus copas y sus camisetas, el homenaje estaba en el aire. Este excedía equipos, partidos políticos y provincias, era universal a todos pero nacional a nosotros.
Una ola de banderas argentinas flameaban desde quince balcones a 11.822 kilómetros de distancia. Fueron puestas por gente que no habla nuestro idioma, que probablemente nunca fueron a Argentina ni mucho menos saben lo que es un alfajor o tomaron un mate en su vida. De todas maneras, todos diferenciaron nuestro acento, sonrieron cuando nos presentamos, desconfiaron menos y nos hablaron más, nos dieron una indicación extra: nos hicieron sentir especiales. Porque un argentino lo hace con ellos como nadie lo hizo desde hace treinta años. Se llamaba Diego Maradona y nunca supo cuál es la cocción al dente, ni amasar sfogliatelli. Mucho menos hablar italiano.




FOTOS: M.W.